Los rascacielos se erguían como
montañas, desafiando la gravedad. Grandes agujas de cemento y ladrillo,
estructuras de hormigón armado que sobresalían de la vegetación como una selva
de piedra y cristal, ahogando a los pocos árboles que aún luchaban por
respirar. Hábitat natural del ser humano, atrapado en sus obligaciones y
aquellos vehículos de metal, siempre con prisa, siempre perdidos; todos yendo a
ninguna parte como un rebaño de ovejas a motor. Desde el asfixiante cielo
tóxico, nublado por la respiración de los coches y el corazón de las fábricas,
todo parecía muerto en vida; las grúas congeladas en el aire y el reloj del
edificio demasiado lento. Todo parecía mal controlado, como un niño que solía
jugar con su tren eléctrico, que colocaba con mucho cuidado las vías para que
pudiera circular, que dedicaba horas, ilusionado, a crear una ruta ideal; pero
que muy pronto se cansó de él y lo abandonó, dejándolo circular el mismo
recorrido eternamente. Era una anarquía regida por leyes, donde la lucha por
llegar más alto duraba eternamente, donde las aves rapaces acechaban desde lo
más alto de sus altas pirámides rectangulares a aquellos polluelos, aquellos
seres inferiores que ridículamente luchaban día a día por sobrevivir; mientras
ellos, los que lo controlaban todo, admiraban con una sonrisa todos los
territorios de su posesión. La simple idea de aquellas aves gordas, avariciosas
y bobas gobernando la ciudad le produjo náuseas.
ANA VILLANUEVA, 3º ESO B
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