Desde la hamaca en la que estoy tumbada soy capaz de percibir el paisaje que me rodea. En medio de éste hay una preciosa casa de piedra con dos amplios porches y un patio enorme. Todo el camino que la rodea es de piedra gris, lo que le confiere un aspecto antiguo y elegante.
Subiendo por el campo superior hay un galpón donde los años han dejado su huella, y que prácticamente está sepultado bajo una manta de hiedra. A la derecha hay un estanque que perpetuamente se encuentra a rebosar de agua. Debajo de mí hay suave y blanda hierba recién cortada. Su vivo color verde calma mis inquietudes y es capaz de aclarar hasta el más oscuro de los días. Las altas palmeras, el bambú, los avellanos y toda la corte de árboles que pueblan la finca bailan una hipnotizante danza con el viento, que me impide separar la vista de ellos. Entonces desvío la atención a esa infinita mancha azul que me observa en todo momento y que hoy está surcada por cinco o seis algodones blancos que me transmiten la misma sensación que estar entre blandos cojines de plumas. Ahora mi mirada está en los arbustos, trepadoras y plantas de las que nunca sabré el origen. Crecen desiguales, cada una inmersa en una lucha silenciosa por tener una mínima cantidad de luz. El sol avanza en su interminable camino por el cielo y en este momento me calienta los pies de forma que poco a poco siento la necesidad de cerrar los ojos y dejarme llevar.
Elsa Giménez, 3º ESO B
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