El suave murmullo del agua acariciando las rocas se podía oír desde todos los rincones del pueblo. Retumbaba entre la arena canela, entre aquellos palacios de piedra blanca, hacia aquel cielo siempre despejado, y parecía como si fuese capaz de atravesar las montañas. Llevando el salitre que se adhería a la piel del aire, rozándola delicadamente; la suave esencia de la brisa del mar parecía no tener fronteras, e impregnaba con su peculiar melodía todo lo que tocaba. Arrullaba a los niños para calmarlos, se llevaba las penas del que sufría, abrazaba a los que se sentían solos con sus brazos invisibles y velaba por los que dormían; con la única misión de que todo el mundo fuese feliz allá por donde pasara. A veces el alegre viento quería descansar y se ponía juguetón; se mecía con las palmeras, columpiándose con ellas; alborotándole los cabellos a las flores, sacándoles un sonrojo; haciendo remolinos con algún papel que yacía olvidado en el suelo; para que no se sintiese sólo. Y el mar se impacientaba, porque el silbido del viento era mucho más molesto que aquel rumor de olas en la lejanía y no le dejaba descansar a gusto. Era entonces cuando el mar se encabritaba, protestaba, y llamaba su atención golpeando a las rocas dormidas con fuerza, iluminando con su azul presencia aquellas cuevas de la costa por tanto tiempo olvidadas, despertando a los cangrejos de su siesta. Y el viento se calmaba, seguía bailando, seguía formando remolinos, pero más despacio; cada vez más despacio hasta que volvía a convertirse en tímida brisa. Aquella tímida brisa que llenaba de salitre las blancas calles de Mojácar.
Ana Villanueva, 3º ESO B
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