Blanco, todo es blanco, los árboles, las montañas, los sentimientos… Ruido, contaminación, prisas, todo eso se ha quedado atrás, o al menos por un
tiempo. Nos alejamos de la cuidad y de sus altos y poderosos edificios y damos
paso a las montañas. Naturaleza y adrenalina en su mayor apogeo.
Se levantan grandes pinos cubiertos de nieve, a ambos lados de un camino
que el hombre ha construido para que aficionados al deporte puedan sentir,
durante lo que tarden en bajar, un aire rico en libertad.
Todos los años mi familia y yo vamos a este lugar en año nuevo, doce por
cuatro, cuarenta y ocho. Cuarenta y ocho campanadas que ya he oído allí. Entre
el ajetreo de levantarse pronto, esquiar, hacer snowboard y pasar tiempo con
mis tíos, primos y padres, no tengo ni un minuto para pensar en problemas o
preocupaciones. Para mí es mucho más que un paisaje bonito, es libertad,
felicidad, es naturaleza, es poder conocer un poco más a los míos, a los que
día tras día no soy capaz de valorar y sonreír junto a ellos.
En silencio veo caer la nieve, poco a poco, copo a copo, va blanqueando
todo lo que encuentra a su paso y forma un extenso manto. Mientras, pienso en
todo y a la vez en nada, he decidido que la semana que estoy allí voy a dejar
que mi cabeza se vacíe y se quede como la nieve, en blanco.
Grandes montañas y grandes personas; de seis en seis o de cuatro en
cuatro subimos en el telesilla, y cambiamos los libros y los trabajos por diez
minutos de bajada por una fría y empinada ladera. Estamos en La Mongie, una estación
francesa de esquí de los Pirineos, muy cerca del pueblo Bagneres du Bigorre.
Ana Sanz, 3º ESO B
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