El pintor Antonio López en una imagen de la película 'El sol del membrillo' |
Alzó su vista al lienzo
frunciendo el ceño, los colores reflejados en su retina. Por mucho que lo intentara,
no conseguía darle a su azul el tono vivo que necesitaba. Volvió a coger su
pincel, hundiéndolo suavemente en el aguamarina de su paleta caoba. Toda la
habitación olía a aceite de linaza, inundada por la agria esencia del óleo
recién pintado. En el silencio sólo de oía el movimiento de su pincel, rasgando
el lienzo como dedos que rasgan las cuerdas de un arpa. Se llevó la mano al
mentón volviendo a estrechar su mirada, esta vez sin molestarse en soltar el
pincel. Podía sentir el frescor de la pintura secándose lentamente en sus manos
y ropa, impregnándolas de su sabor amargo. Sus cinco sentidos estaban puestos
en aquel cuadro, como cada vez que pintaba algo: Se sumergía en los colores, en
las formas, en la textura del lienzo, mezclándose con él; y no había nada ni
nadie capaz de sacarle de allí. Podía sentir la brisa del paisaje que estaba
pintando, alborotándole el cabello y las ropas; podía oler la fragancia de
aquel pinar lejano, podía sentir en su boca el sabor dulzón de aquellas jugosas
frambuesas rojizas, podía oír el murmullo de aquel río que no conseguía pintar,
y era capaz de observar cada detalle de cada hoja en el interior de su cabeza.
Mucha gente decía que era un genio; que ninguna persona era capaz de pintar de
esa manera. Pero él no era una persona: él era un artista.
Ana Villanueva, 3º ESO B
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